El 3 de agosto de 1977, el día en que conocí a Jorge, mi vida dio un vuelco. Yo había terminado con éxito mis estudios de Derecho y pasaba las vacaciones, muy a mi pesar, junto a mis padres, en Comarruga, una pequeña urbanización situada en la Costa Dorada. Por aquel entonces era un lugar de veraneo letárgico para los jóvenes. Sin nada que hacer, los primeros días me limité a pasear por la playa, a tumbarme en la arena. Me pasaba horas y horas leyendo. A ratos me entretenía nadando o contemplando a los grupos de jóvenes que entraban y salían del agua, o a los niños que construían castillos de arena mientras los mayores jugaban a la petanca. A mis veintitrés años recién cumplidos bostezaba de aburrimiento. Medio deslumbrada por el sol, admiraba el azul del mar, seguía el vuelo de unas cuantas avispas juguetonas en un charco de agua salada. A lo lejos, el horizonte blanco y curvado presagiaba más calor.
Si me paro a pensarlo, creo que el primer amor es tan puro porque no arrastra ninguna amargura. Cuando comenzó nuestra relación, no podía imaginarme lo que conlleva enamorarse. Desde los quince años había tenido relaciones con jóvenes de mi edad. Con ellos experimenté los primeros escarceos en el sexo: en un callejón oscuro del barrio, en un ascensor o en el sofá de mi casa cuando no estaban mis padres. Cosas sin importancia, en resumidas cuentas. Fueron enamoramientos breves y ninguno de ellos significó nada demasiado importante. Había conseguido salir con casi todos los chicos que me habían gustado. Pero a los pocos meses me dejaban o los dejaba. Algunos me dijeron que era intratable, demasiado intelectual.
Aquel verano estaba resignada a la monotonía anodina de Comarruga. Llevaba solo tres días en la playa pero ya estaba harta de estar allí, deseaba que los días de agosto pasaran pronto. No tenía pandilla de amigos, las horas parecían eternas y de repente apareció él, en un flamante descapotable, un Mercedes plateado. Al verlo al volante pensé “Robert de Niro en Comarruga, ¡imposible!”. Creí que no vivía en nuestra urbanización, porque nunca lo había visto hasta entonces, pero yendo por la playa esa misma tarde lo reconocí mientras entraba de nuevo en su coche, en la última casa del paseo marítimo.
A la mañana siguiente bajé temprano a la playa. Estaba sentada con las piernas cruzadas, muy cerca de la orilla, aislada en mis propios pensamientos. Admiraba un hermoso panorama: a la izquierda de mi campo visual varias lanchas salían del puerto, a la derecha solo divisaba agua azul. Enfrente y hasta donde alcanzaba mi vista, una extensa línea de bruma blanca.
Inesperadamente una pelota de plástico rebotó contra mi nuca.
–Lo siento, ha sido sin querer –escuché a mis espaldas.
Aquella interrupción hizo que me volviera y le dirigiera una mirada de pocos amigos.
–¿Sueles ir por ahí lanzando balones contra la gente? –pregunté en un tono que demostraba enfado y desinterés. Puro fingimiento para hacerme la interesante. La verdad es que estaba totalmente azarada y que me latía el corazón a mil por hora.
No podía dejar de mirarle.
Él cogió la pelota con desgana y se alejó sin contestarme.
Pensé que se habría ido de la playa, pero al cabo de un rato lo vi salir corriendo del agua. En ese mismo instante me dije: si pudiera me quedaría suspendida en el aire, flotando a su alrededor para poder contemplarlo durante el resto de mis días. La idea de ponérselo difícil para ligar conmigo la dejé aparcada al segundo cuando comprobé que me miraba sin disimular y que venía a mi encuentro.
Yo tampoco podía dejar de mirar sus ojos, su expresión cálida. Divertida y emocionada, comencé a frotarme las piernas con aceite bronceador. Me ajusté los tirantes del biquini con afán de seducir, el color salmón resaltaba el bronceado de mi piel. No sé si se me notó, pero utilicé todas mis armas de mujer para coquetear con él. Estaba de vacaciones, quería pasármelo bien.
La brisa abanicaba las hojas de las palmeras. En el aire flotaba un olor a mar y sal. Caminó hacia mí con las palmas de las manos levantadas.
–No llevo ninguna pelota, vengo en son de paz.
Jorge estaba de pie, con las manos todavía levantadas, inmóvil, mirándome sin disimulo. Por su tono de voz comprendí que yo le interesaba. La luz del sol bañaba su silueta y hería mis ojos. Puse mi mano como visera cuando levanté la vista para hablar con él. Intenté disimular y jugué a escurrir puñados de arena entre los dedos. La arena estaba caliente, casi quemaba.
Así comenzó todo. Desde el primer momento hubo confianza entre nosotros. Me invadió una de aquellas emociones que difícilmente pueden olvidarse. Me enamoré al instante. Desde el principio no hubo nadie más. No me interesó ninguno de sus amigos. Solo lo vi a él.
Jorge me propuso salir a cenar y a tomar una copa, y yo acepté sin pestañear. La noche de nuestra primera cita, al verlo aparcar el Mercedes, con aquel pantalón blanco, impecable, los mocasines relucientes, la camisa de hilo y el espléndido reloj de oro en la muñeca, sentí como si mi corazón se hubiera liberado de una carga muy pesada. Noté que ya formaba parte de mí: no opuse resistencia a su galanteo porque enseguida presentí que yo le pertenecía. Fue un amor a primera vista. Y fue mutuo.
Los días posteriores a esa primera noche me costó mucho dormir. Por su voz, por sus ojos, por su primer beso. Nos besamos con pasión, sin vergüenza alguna, sin poses, sin subterfugios.
Me transformó completamente, hasta el extremo de que muchas de las cosas por las que sentía interés pasaron a un segundo plano de inmediato.
Jorge me gustaba, me gustaba cómo caminaba, con su aire vanidoso, seguro de sí mismo. Conforme lo iba conociendo, completamente embobada, me gustaba pasear colgada de su brazo, me gustaba cómo me ceñía la cintura, cómo nos deteníamos para besarnos bajo una farola del paseo mientras nos atrapaba la noche con la humedad del mar.
Jorge era un hombre interesante, de voz clara y firme y de hablar rápido. Alto, de hombros anchos, pulcro, recién afeitado olía al aftershave Williams. Tenía treinta y tres años. La nariz un poco chata, el pelo negro cortado a navaja, con ligeras entradas a los lados. Sus labios eran finos y cuando abría la boca mostraba una dentadura perfectamente esculpida por un buen ortodoncista. Tenía los ojos pequeños y brillantes de un marrón profundo, una mirada astuta y una frente ancha que denotaba inteligencia. Cuando comenzamos a salir me pareció muy alto para mí. Fue lo primero que pensé, ¡qué absurdo! Todos cuantos nos vieron pasear aquel verano nos dijeron que formábamos una buena pareja.
Me gustó que Jorge no me hiciera muchas preguntas y que en nuestras primeras citas paseáramos sin hablarnos siquiera. Yo lo vivía todo a través de un prisma de romanticismo ideal que me impedía analizar cualquier comportamiento, por muy excéntrico que fuera. Me explicaba muy poco de él y de su familia, y enseguida me di cuenta de que guardaba algunos secretos, aunque atribuí sus reservas y sus silencios a su evidente timidez. Parecía que él prefería no hablar de sí mismo, así que, poco a poco, yo le conté todo de mí. Le relaté todo lo que recordaba desde que era una niña. Confié ciegamente en él.
Solíamos ir a un restaurante muy acogedor llamado El Rincón, en Calafell. A Jorge, además, le gustaba la carta, sobre todo un sabroso atún a la parrilla que acompañábamos con dos copas de cava. Después de la cena, dábamos largos paseos a la orilla del mar hasta el amanecer. Parecía que el haz de luz de la luna cayera curvado sobre nuestros pies. A ninguno de los dos nos importaba admitir que estábamos enamorados y hacíamos cosas verdaderamente cursis. Me sentía abrumada por todas sus muestras de amor. Yo ya no era la misma de principios de verano. Iba con Jorge a todas partes, no podía separarme de él ni un minuto. Sinceramente, no sabía dónde me estaba metiendo. Jorge estaba pendiente de todos mis caprichos. A los dos días me presentó a sus amigos como si yo fuera su novia de toda la vida. En ese instante me di cuenta de que no hablaba en broma.
Una noche de finales de agosto detuvo el coche delante del restaurante del Club Marítimo de Comarruga y nos cruzamos con mis padres, que salían del local. Se los presenté. Él me cogió de la mano enseguida, para que quedara claro que salíamos.
Entonces, de sopetón, Jorge les dijo:
–Quiero casarme con su hija.
¿Qué más podía pedir?
Creía que lo tenía todo. Un hombre apuesto y con dinero. El sueño de cualquier jovencita. Mis padres encantados. Todo era perfecto.
El tiempo parecía fluir con despreocupación. Mi audacia me sorprende aún hoy. Todo ocurrió tan deprisa que pensé que había encontrado una solución para el resto de mi vida.
Jorge alternaba con algunos vecinos de su chalé. La mayoría eran clientes, promotores inmobiliarios. Era gente bastante insufrible, sobre todo las mujeres. La mayoría tenía nombre de perro. A veces nos reíamos juntos cuando alguna de ellas, de nombre Sherry o Mimí, nos llamaba por teléfono.
–Es para ti. Uno de los caniches –le decía en tono burlón mientras le pasaba el auricular.
Creo que Jorge pensaba que yo exageraba, pero su grupo de amigos era rematadamente insoportable, cualquiera podía verlo a la legua. A veces pienso que se enamoró de mí porque yo era completamente diferente y quizá eso le cambió su visión del mundo. Le gusté porque era espontánea, alegre, sincera e independiente, todo lo contrario que las chicas florero que abundaban en sus círculos.
Jorge tenía un barco de vela precioso y quiso que aprendiera a navegar. Con mucha paciencia, me enseñó la interacción del viento y del agua. Logré entender que era la vela la que desviaba el viento. Aprendí a colocar el spinnaker, a tensar el amantillo y asegurarlo cuando la percha estaba horizontal, y a que los cabos no se enredaran y estuvieran correctamente enderezados; me enseñó a vigilar para que no hubiera nadie de pie cerca de la botavara cuando se iba a trasluchar. Me convertí en una experta timonel.
Pero toda mi pericia al navegar no me liberó de su grupo de amigos. Para mí, el mar siempre había sido como una gran llanura azul extendida ante mis ojos. Así lo apreciaba desde la arena, pero ahora con el barco podía surcar las olas. Lo manejaba como un pirata, con un deseo nervioso de ir a otros lugares más azules y más alejados. Deseaba desembarcar en otras orillas. Arribar al mismo puerto cada día me desencantaba. No había aventura. ¿Dónde estaban las islas desiertas, los tesoros escondidos?
De la misma manera que yo me burlaba de sus amigos, ellos también se burlaban de mí. El sentimiento de rechazo era reciproco. Y nos habíamos resignado a no agradarnos. A ellos les gustaba el ruido de la ciudad, la mayoría eran hijos de empresarios, engreídos y estirados, anestesiados y contaminados de dinero. Aún me pregunto cómo pude acostumbrarme a sus miradas burlonas, hirientes. Seguramente creyeron que yo era un ligue de verano, una conquista temporal, un mero pasatiempo sin mayores consecuencias. No veían en mí el talento suficiente para camelar a todo un arquitecto, un soltero de oro, de forma permanente. Pero a veces los polos opuestos se atraen sin remedio.
Mi lado bohemio, sobre todo mi forma poco sofisticada de vestir y de comportarme, cautivó a Jorge hasta el punto de que a finales de verano se dejó crecer la barba. Y a mí, sus constantes galanterías y la vida llena de lujo y caprichos que me ofrecía me atraparon poco a poco. Me dejé llevar, seguí su ritmo, mientras que él se dejó arrastrar por sus sentimientos hacia mí. Ya no encontraba ni siquiera ridículo que llevara subido el cuello del polo Lacoste, ni sus pantalones blancos de pinzas, ni sus mocasines carísimos.
No sé si fue la suma del calor, el mar y la brisa salada lo que me confundió y me lanzó a sus brazos de una manera ciega, o si solo fue mi propia inconsciencia.
No podía ni imaginarme por dónde saldría todo aquel sentimiento. Yo aún no vivía como un hervidero emocional la extrema fragilidad de las relaciones humanas. Mi melancolía incurable a menudo me lleva a buscar asociaciones con personas con las que no tengo ninguna afinidad. Yo buscaba un amor, como en Rayuela, pero ni Jorge era Oliveira, ni yo, por supuesto, la Maga. Nosotros no nos buscábamos junto a las barcazas del canal Saint Martin. Existía una poderosa razón para ello: Jorge sentía horror a mostrar sus sentimientos en público y, para qué negarlo, Comarruga no es París.
Un mundo nuevo, que antes habría despreciado, entró de lleno a formar parte de mi vida: el rímel, las barras de labios, las polveras… Todo mi afán consistía en querer seducirlo. Pero debo confesar que no me arrepiento de nada. No me arrepiento de haberme dejado arrastrar por estos sentimientos ni tampoco de no haber reprimido mi pasión. ¡Tenía tanta hambre de felicidad!
Vivíamos sumidos en aquella adoración enfermiza que sienten los enamorados. Le gustaba todo de mí. Codiciaba mi cuerpo con un fervor anhelante que, tras hacer el amor salvajemente, le hacía contemplarme, acariciar mi piel, durante horas.
A mediados de septiembre regresé a Barcelona y a finales de octubre ya nos habíamos casado.
Pasar por la iglesia no era santo de mi devoción. De hecho, había renegado siempre de ir de blanco. Pero Jorge irradiaba bienestar, así que transigí. Caminé hacia el altar verdaderamente embrujada. Con el paso del tiempo y la distancia soy consciente de que, en el fondo, no había alcanzado de lleno aquel momento de amor verdadero, de posesión, que dura toda la vida. ¡Maldita inmadurez!
Cada mañana Jorge acudía a su despacho y yo dejaba que el día transcurriera sin prisas. Los tulipanes que planté en octubre morían y florecían año tras año. Los veía en nuestro jardín al comenzar otra nueva primavera. Vivía como en una mansión encantada, sin tener ninguna preocupación aparente. Me convertí en una joven que lucía peinado y maquillaje sofisticados, que vestía siempre con pantalones y blusas ajustadas, a la moda más in, que sabía enfriar los martinis a la perfección, que acudía periódicamente a fiestas y cenas elegantes. Durante mis primeros años de casada, acudimos a todos los eventos empresariales de Barcelona. Allí me encontraba con muchos conocidos, pero no con amigos. Todos los presentes parecían sufrir un continuo jet lag.
–¿Nos conocemos?
–Perdona, tú eres… Ah, sí, Mónica, la mujer de Jorge… Qué mona, qué encanto.
Siempre el mismo saludo convencional y falso, siempre aquella sensación de que no le importabas a nadie.
Yo asistía a aquellas fiestas preparándome para lo peor. Y lo peor era vagar por aquellos salones sin mediar conversación interesante alguna. Todo se reducía a unas pocas frases hechas para la ocasión: el vestido te queda ideal, qué encanto de peinado… Pero lo que más me horrorizaba era que me llamaran “Moni”, era una muestra de afecto totalmente falsa. ¡No lo soportaba!
Ahora pienso que, por cosas así, se puede fastidiar toda una vida. Ambos habíamos intercambiado impresiones, pero no habíamos compartido la suficiente intimidad que debe tener una pareja. Tal vez, cuando hable de Jorge deba referirme a un desafío. Quise entrar en otra dimensión de sentimientos y ver qué pasaba. Creí que amar era vivir una emoción inmediata y aquel verano no vi nada más allá de su mirada intensa, mientras extendía las piernas en la arena junto a él. Simplemente desaté el nudo de mi corazón inexperto.
Durante mi primer verano de casada estaba completamente enamorada de Jorge, pero para cuando llegó el invierno tenía la certeza de todo lo contrario. Había llegado a esta conclusión de la misma manera que llegué al matrimonio, con una pasmosa frivolidad. Ni siquiera quería construir una familia. Mi amor, si es que alguna vez aquel espejismo había sido un sentimiento verdadero, se había derrumbado como un castillo de naipes. Bastó un leve soplo, una breve corriente de aire, para que los naipes salieran despedidos con extraordinaria violencia y el revuelo me hiciera abrir los ojos.
Así transcurrieron tres años, yendo de acá para allá, soportando sonrisas artificiales, miradas vacías. Trataba de dominar mis emociones pero sabía que cuanto más las pusiera a prueba, más probabilidades tenía de que me estallaran en la cara, como la goma elástica que se rompe en su punto de mayor extensión.
Ese, el de 1980, fue el verano de nuestra primera riña matrimonial, el verano de nuestra primera crisis, el verano en que conocí a Bea.
Me fui de casa tras discutir con Jorge porque había aceptado una invitación para asistir a una velada musical que organizaba su socio del despacho. Tomó la decisión sin consultarme, sabiendo que la mujer de su socio, la anfitriona de la fiesta, era inaguantable y no me caía bien. No podía sufrirla. Su hipocresía me sublevaba. No soportaba aquel ambiente en que siempre había unos cuantos invitados que acababan con una copa de más, contando chistes verdes, rancios, sin ninguna gracia y quién sabe si con una fiesta de llaves. Para colmo, no conocía a nadie. Y yo llamaba bastante la atención cuando me arreglaba con vestidos vaporosos. No se podía esperar un comportamiento sensato de una mujer que asiste a este tipo de fiestas con un enfado monumental. En definitiva, hice todo lo posible por estropearle la diversión.
En cuanto entré en el salón quise marcharme, y en toda la noche no paré de hacer muecas a Jorge señalándole el reloj. Como no me hizo caso, terminé bailando peligrosamente junto a la orquesta, abrazada a un compañero de Jorge con reputada fama de conquistador. Pensé que se lo merecía, pero era una venganza estúpida.
Al llegar a casa, aunque nuestra disputa comenzó en el coche, el tono aumentó.
–¿Cómo has podido hacerme esto?
–Estaba aburrida. Te lo he dicho muchas veces. No aguanto a esas marmotas. Me superan.
–Pues esas “marmotas”, como tú los llamas, son los que nos dan de comer. La mayor parte de las operaciones inmobiliarias se cierran en estas fiestas y adivina a quién encargan los proyectos de construcción. ¿Lo comprendes ahora?
En un ataque de rabia bajé una maleta del armario de nuestra habitación, comencé a abrir los cajones y a colocar ropa sin doblar sobre la cama.
Al principio Jorge no se tomó muy en serio mi amenaza, pero cuando vio que cerraba la maleta quedó claro que la riña iba en serio.
Sin embargo, no contaba con que Jorge no estaba dispuesto a renunciar a mí.
–Tú no te vas de aquí –afirmó cortándome el paso justo en la puerta de salida.
–Deja que me vaya –le grité.
Estuvimos de pie en el recibidor un buen rato, discutiendo. Me acusó de ser una niña caprichosa, una irresponsable que no se tomaba el matrimonio en serio, que no conocía el compromiso. Me acusó de jugar con sus sentimientos. Al final, ante mi insistencia y viendo que yo no iba a cambiar de opinión, cabizbajo pero con una cólera contenida, se hizo a un lado y dejó que me marchara.
En realidad no tenía intención de dejarlo definitivamente. Cuando acabó mi contrato en la pastelería regresé con él. Ni siquiera me marché a Nueva York con mis amigos de la facultad. Volví con él aquel mismo verano, pero nuestra reconciliación duró un suspiro, por mucho que Renata, la madre de Jorge, tratara de ayudarme a su manera. ¡Pobre mujer! Me invitó en septiembre a conocer París. Como si fuera una tarea preparatoria para la vida de compromisos que me esperaba, durante siete días con sus siete noches se empeñó en mostrarme el ADN de la mujer perfecta. Quería convertirme en una chica con clase de la que no pudiera avergonzarse su hijo. La verdad es que eso acrecentó mi inseguridad. Yo sabía que Jorge tenía dinero, pero ¡no tanto! Al viajar con ella, al mostrarme de buena fe todo su buen gusto, todas las recetas secretas de la moda parisina, me vi como una pobre chica de provincias, muy leída, eso sí, pero carente de estilo. ¡Qué sabía yo de las lujosas prendas de cachemir, de las joyas transformadas de Pierre Barboza, de las pulseras Dinh Van! Había oído hablar de Christian Dior, Chanel y Balenciaga, pero vi entonces que hay gente que juega en otra liga.
No pertenecía a ese mundo… Me asusté, porque supe que no estaba a la altura, a pesar de que la ropa que me compró “para hacerte un buen fondo de armario” me fascinaba y me quedaba como un guante.
Me invitó a comer en los mejores lugares de la ciudad: en Chez Paul, el restaurante de Yves Montand; en la Closerie des Lilas donde Hemingway solía escribir cuando vivió en París… Regresé de aquel viaje totalmente eclipsada por el temperamento y los buenos oficios de la madre de Jorge. “Debes aprender a usar el colorete. El maquillaje ha de conjugar con tu tono de piel. El perfilador de ojos, tu máscara de pestañas…” ¡Jesús!, era demasiado, me sentía como si Jorge tuviera que lucirme en una pasarela de modelos.
Yo tenía una amiga, Laura, con la que solía frecuentar el Real Club de Tenis Barcelona. Entre las dos existía una gran sintonía y fue fácil abrirle mi corazón. Ambas nos sentíamos atrapadas en nuestros respectivos matrimonios, pero ella tenía un punto de vista mucho más práctico que el mío, sabía enfocar la situación para mantenerlo a flote, con los mínimos requisitos para que no hiciera aguas definitivamente. Era muy divertida, y su buen humor me levantaba el ánimo. Yo necesitaba un poco de aventura para seguir respirando. Quizá me dominaba el demonio de la excentricidad. Quería ser alguien, alguien diferente, quería huir del tedio. No contaba con que para conseguirlo hay que hacer verdaderas concesiones morales, porque todavía no conocía los dilemas que implica la vida adulta, y Laura me convenció de que era muy normal plantearle al marido dormir en habitaciones separadas. «La ternura y los mimos hay que dejarlos únicamente para aquellas ocasiones en que quieras sacarle algo». Era una mujer tan refrescante, tan original, que me vi llamada a seguirle la corriente. Me lo pasaba bien con ella, escuchábamos elepés de ABBA, Boney M., Gloria Gaynor y Richard Clayderman a todo volumen, intercambiábamos libros, jugábamos al tenis, nos bañábamos en la piscina. Me convertí en su doble. Sin darme casi ni cuenta, me arrastró hacia comportamientos que me alejaban de Jorge.
De todos modos, cuando conocí a Bea comprendí que con una buena amiga se mantiene un diálogo diferente, que va más allá de las palabras, un diálogo que conoce de incertidumbres y de esperanzas. Solo con personas sedientas de auténtica amistad se puede abrir el propio corazón por completo. Los verdaderos amigos ven lo más hondo de ti.
Yo quería escribir. No sabía si tenía talento para el oficio, pero estaba segura de poseer una mente fecunda. Y Laura ensalzaba constantemente mis ideas, sí, pero aquellas ideas no se materializaban en nada provechoso porque su compañía me robaba todo el tiempo que hubiera necesitado para escribir. Era inconstante hasta la extenuación. Si me hubiera parado a reflexionar, me habría dado cuenta de que existen personas que no nos convienen, no porque sean malas sino porque nos arrastran por senderos que no son los nuestros, no nos abren caminos sino que más bien nos cierran puertas.
Bea intentó ayudarme y quiso que entrara en razón, pero todo fue en vano. No hice caso de sus consejos: «¡Arregla tu matrimonio, lucha, defiende tu amor!». Sus palabras estaban cargadas de razón, pero mi comportamiento distaba mucho de ser razonable.
El viaje con mi suegra Renata me acabó de convencer, porque me hizo comprender que la discusión con Jorge no fue trivial. Él pertenecía a un mundo diferente, más refinado. Yo intentaba mostrar lo mejor de mí, pero nunca creía estar a su altura. Para eso estaba su madre, que me recordaba que todo lo hacía mal.
A finales de octubre, aprovechando que Jorge se había ido a un congreso de arquitectura en Sevilla, decidí dejarlo de nuevo y me instalé en casa de mis padres.
Fue una huida cobarde. Esperar a que mi marido estuviera ausente para abandonar el domicilio conyugal no hablaba muy bien de mí. Pero yo no me daba cuenta, ni siquiera pensé en la posibilidad de que Jorge se desquitara en algún momento.
Como era natural, Jorge no se lo esperaba. Estaba profundamente confuso por mi conducta. Después de nuestra primera discusión, él lo había entendido y había puesto de su parte para arreglar nuestro matrimonio. Me prometió adaptar una habitación de invitados en el piso de arriba para que tuviera mi espacio para escribir. Pero ni eso fue suficiente. Los buenos recuerdos de nuestros comienzos no pudieron frenar la decisión de marcharme. Aquel agosto del 77, cuando lo conocí, había vivido un amor romántico, pero yo aún no entendía que el amor es algo más que el deseo inmediato. Y para él, yo había acabado siendo como esos versos hermosos cuyo significado se nos escapa. Nos agrada su cadencia, pero no acabamos de comprender el mensaje que esconden. Tenía que darle la razón cuando decía que me estaba comportando como una adolescente que quería llamar la atención a toda costa.
Mis padres me reprocharon no cumplir con mi compromiso matrimonial y se unieron a la tesis de Renata.
Sin embargo, conservar mi matrimonio no estaba entre mis planes.