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Capítulo 1 – 1980

A veces sentimos apego hacia algunas personas, un cariño que parece proceder más del  instinto que de motivos palpables.

Los clientes que acudían a su tienda la conocían como Beatrice. En cambio, para su familia y sus amigos, para quienes la queríamos, era nuestra Bea.

La conocí en 1980, a mediados de verano, y enseguida fuimos inseparables. Yo era bastante joven, me encontraba en plena crisis matrimonial y estaba desesperada por encontrar trabajo. No sabía muy bien qué quería hacer con mi vida. Arrastraba sueños, puede que por culpa de las lecturas de Octavio Paz y de Emily Dickinson, o de los cuentos de Cortázar, del batiburrillo de fantasías que sin orden ni concierto me llenaba la cabeza de posibles futuros. 

En aquella época, ambas habíamos regresado al barrio de Sarriá, en Barcelona, el de nuestra niñez, un lugar familiar y tranquilo. Pero habíamos vuelto por diferentes motivos. Yo había abandonado a mi marido después de tres años de matrimonio, y ella había regresado de Canadá para hacerse cargo de la tienda y cuidar a su madre, enferma de cáncer.

A pesar de formar parte de la gran ciudad, los vecinos del barrio se conocen de toda la vida. De pequeña jugaba a la comba en las aceras con otros niños. Apenas pasaba un coche cada diez minutos, y el sábado los críos señoreábamos las calles con nuestras bicicletas, haciendo carreras a lo loco, sin dejar de jugar a cualquier cosa que se nos ocurriera aunque cumpliéramos los recados que nos encargaban los mayores: recogías una botella de leche en el colmado aprovechando un descuido de quien “paraba” al escondite, o te ibas a por una barra de pan cuando no te tocaba el turno en la rayuela. Pero lo mejor de todo era pasar por el quiosco antes de volver a casa, a comprar el periódico, mi tebeo Pulgarcito y aquellos recortables de papel con vestiditos de muñecas.

En aquella época, con un billete de cien pesetas en el bolsillo casi me consideraba rica. Eran otros tiempos, y la tienda de Bea pertenecía a esa época y a esa realidad, un lugar familiar por donde tarde o temprano pasaban todos los animales del vecindario y sus dueños.

Aquel mes de junio que prometía ser muy caluroso, mi primera crisis matrimonial me devolvió al hogar de mis padres. Era un fastidio, porque ni mi padre ni mi madre entendían los motivos. En realidad no estaban tan claros. No había terceras personas, no había infidelidades. Simplemente me había cansado y, como no tenía donde vivir, la necesidad me obligó a regresar a mi antigua casa de Barcelona, a un barrio de calles estrechas y de casas antiguas, pero un barrio bien al fin y al cabo.

De momento no quería volver con Jorge, mi marido. Necesitaba tiempo. No sabía si debía o no seguir con mi matrimonio. Jorge me gustaba, pero me gustaba más vivir la vida a mi manera. Y punto. Era así.

Aunque mi padre era el propietario de un pequeño bufete de abogados de la Diagonal con Rambla Catalunya que se dedicaban a temas fiscales y mercantiles, me negué a trabajar bajo sus órdenes. En realidad iba de progre, así que mis ideas no casaban con su forma de vida burguesa.

Mi padre se centraba en sus pleitos y en ganar dinero y mi madre se dedicaba exclusivamente a cuidar del hogar y a leer ávidamente revistas donde salían fotografiadas desde Carmencita Martínez Bordiú hasta Raphael. Yo leía a Rosa Luxemburgo, fumaba porros y tenía amigos intelectuales no muy aconsejables. Vivía esa etapa en la que pensaba que podría ser lo que quisiera, con suficiente tiempo para intentarlo todo. Creía que el mundo me pertenecía. Y para demostrar mi rebeldía y mi independencia, cuando dejé a Jorge me busqué un trabajo de dependienta, un trabajo light como dirían los ingleses, que no tenía nada que ver con el negocio familiar ni con lo que había estudiado. Huía de las responsabilidades. Mi padre siempre tuvo la ilusión de que yo me ocupara del negocio. Era hija única y quería traspasarme su legado. Sabía de sobras que trabajar de dependienta no era un inicio prometedor, pero solo quería salir adelante sin tener que machacarme los sesos.

Conseguí que me contrataran para trabajar en julio en un establecimiento situado en la plaza de Sarriá. Era la pastelería Foix. Con decir cómo me llamaba, la encargada tuvo suficiente como para contratarme: soy del barrio y de buena familia, según unos criterios que me acreditaban como persona de confianza. Sustituía a una dependienta que estaba de baja. Aquello me permitió entrar en contacto con el mundo de la repostería: bizcochos, ensaimadas, cruasanes, pasteles de crema y nata…

En realidad, la pastelería era como mi pequeño planeta en dulce. Despachaba a los clientes envuelta en un uniforme blanco que desprendía un intenso olor a chocolate. Nunca olvidaré la textura esponjosa de los bollos que me comía a diario. En aquella época fue cuando comencé a ver a Beatrice a diario.

Beatrice regentaba junto a su madre, Carmen, una peluquería canina muy cercana a la pastelería. Estaba situada en la mismísima calle Mayor de Sarriá, donde estaban instalados todos los comercios del barrio. No la conocía personalmente, pero sabía por mi madre que había estudiado en París y que hacía escasamente un año que había regresado de Canadá, donde había trabajado como profesora.

Al fallecer mi abuela, mi madre acudía una vez al mes con Luck, nuestro cocker, a la peluquería canina de Carmen. Tanto mi padre como yo dábamos por hecho que sus idas y venidas no eran solamente por Luck. El perro era el pretexto para poder hablar con los seres del más allá dado que, por las tardes, Carmen ejercía de médium. Mi madre nos contaba que tanto la madre como la hija tenían poderes extrasensoriales y que se comunicaban con los muertos, y ella iba allí para hablar con los abuelos. Pero sus visitas nos parecían inofensivas, ya que ni Carmen ni Beatrice vendían talismanes ni ofrecían brebajes o filtros. Así que la dejábamos ir y venir. En el fondo nos divertían sus historias fantasiosas y, para qué negarlo, a mí empezaron a intrigarme.

La tienda de Beatrice era, además de peluquería canina y de centro de reunión espiritista, una tienda de productos para animales. El rótulo era simple pero llamativo: Keiko. Por la noche, sus letras grandes y luminosas extendían un resplandor que parpadeaba en el aire de la calle Mayor. Según me contaron mis padres, la tienda fue bautizada con ese nombre en honor a una perra lobo que siempre acompañaba a Carmen, y que en una ocasión le salvó la vida. Desde aquel momento, todos los perros de la familia se han llamado Keiko, lo mismo hembras que machos, tanto si eran pastores alemanes como cockers. Mucho tiempo después supe que Keiko es una palabra japonesa que, en castellano, significa fortuna.

Conocer a Beatrice se convirtió en un reto para mí. Recuerdo que como no me atrevía a entrar en su tienda, ideé una estratagema para abordarla. Un mediodía, de camino a casa, la esperé a la salida, haciéndome la despistada. Al salir, Beatrice, nada más cerrar la puerta, encendió un cigarrillo resguardando la cerilla con la mano. Me acerqué, mi intuición me indicó que era un buen momento para darle conversación. Eran las dos de la tarde y la calle, acabado el bullicio habitual del horario comercial, permanecía en silencio. Disimulé, como si leyera el anuncio pegado en el cristal: «Se leen las líneas de la mano y se adivina el futuro». Me resguardé a la sombra que ofrecía el balcón de la fachada de la casa.

–¿Necesitas algo? –me preguntó–. Ya he cerrado.

–Bueno, en realidad me he fijado en el cartel –contesté.

Mientras hablaba con Beatrice me llegó el olor penetrante de su colonia mezclado con el humo mentolado del Chesterfield que se había encendido. Tiempo después, identifiqué aquel olor: Eau Sauvage.

A pesar de mi timidez habitual le dije con cierto desparpajo que venía por lo del tarot. Ella me miró detenidamente y me comentó que lo sentía, que tal vez en otro momento.

–¿Vives cerca de aquí? –me preguntó.

–Sí. A doscientos metros calle abajo –le dije, señalando con la mano.

–Te acompaño hasta tu casa, mientras me fumo el cigarro y paseo al perro. ¿Cómo te llamas?

–Mónica, ¿y usted?

–Mi nombre es Beatrice. Soy una canadiense afincada en Barcelona ‒me contestó con una sonrisa.

Como no me invitó a tutearla, deduje que quería guardar las distancias y que dejaba claro que no me veía como a una igual. Las personas como Beatrice habitan en el mundo de las estrellas, parecen seres superiores, y seguramente lo son.

Aquel encuentro significó el principio de una gran amistad y estoy segura de que mi vida no habría sido la misma de no haberla conocido. En honor a la verdad, soy una soñadora. Cuando la conocí intuí una extraña conexión entre nosotras. Un hilo invisible, emocionante e intenso. Algo vibró en mi corazón. Beatrice adivinó que yo tenía veinticinco años; también supo que no era del todo feliz.

Creo que de entrada le caí bien. El perro se abalanzó sobre mí dándome lametazos y, en vez de asustarme, le acaricié la cabeza con mimo. Mi actitud cariñosa hacia el animal pareció gustarle.

Al día siguiente, a la misma hora, aparecí frente a la tienda, haciéndome otra vez la despistada, y volvimos a pasear juntas con Keiko. Tuve la sensación de que se alegraba de verme.

Por la calle Mayor los coches subían hasta la plaza de Sarriá. Sus aceras eran estrechas, así que nos desviamos un poco y cogimos calles contiguas a la principal, sin restaurantes ni tiendas, formadas por hileras de casitas antiguas, de una o dos plantas, que a esas horas del día parecían deshabitadas, ajenas al tráfico exterior. Seguimos por la calle Cornet i Mas y cruzamos la plazoleta de Sant Vicenç, donde yo vivía con mis padres. Al llegar a la plaza nos detuvimos bajo la figura del santo, protegido del sol abrasador por una pequeña hornacina en la fachada del chaflán.

Prácticamente repetimos el recorrido del día anterior, solo que esta vez la conversación fue fluida, agradable. A pesar del rodeo que dimos, el trayecto me había parecido corto. Me gustaba hablar con ella. Me contó anécdotas que me divirtieron, me explicó que su actual perrito era muy remolón: cuando llovía no quería salir de casa, se detenía en la puerta y se negaba a salir porque no le gustaba el agua. Me explicó que ahora estaba enamorado de una perrita del barrio que tenía el pelaje rubio, muy presumida, que se llamaba Dasy. Cuando la veía pasar con su dueña, lloriqueaba y suspiraba como lo haría una persona. Todas las tardes, a eso de las cuatro, Keiko se apostaba junto a la ventana y la esperaba. Al ver mi cara de extrañeza, ella me preguntó: «¿Te sorprende el amor?».

Beatrice desprendía un gran magnetismo. Yo no era ajena a los comentarios que circulaban entre el vecindario. Decían que practicaba la hipnosis y que lograba que «sus pacientes» recordaran vidas anteriores. Había oído algunos rumores y aunque no se lo confesé, conocía sus buenos oficios de maga por lo que hablaban los vecinos y por mi madre.

¿Quién era aquella mujer? Quería ganarme su amistad por todos los medios pero ni tan solo sabía por qué. O al menos no lo supe enseguida. Responder a esa pregunta era como averiguar por qué algunas personas nos caen bien y otras nos caen mal incluso antes de que las conozcamos a fondo.

Trabajar en la pastelería, en pleno corazón del barrio, me permitía ver a Beatrice cada día. Era una clienta asidua. Llegaba siempre alrededor de las once de la mañana, y tomaba media ensaimada y medio cruasán. Como si se tratara de un ritual estudiado, apartaba las otras dos mitades a un lado del plato. Acompañaba las pastas con un café bien cargado y cuando terminaba pedía que le envolviéramos las dos mitades sobrantes con papel de aluminio y luego se guardaba el paquete en el bolso. Como a esa hora el público escaseaba, me las ingeniaba para charlar con ella. Una mañana, como si fuera la pregunta más normal, dando a entender que estaba al tanto de todo, le pregunté de sopetón:

–¿Cuándo podría hacerme lo de la hipnosis?

–Todavía no –me respondió con naturalidad, como si hubiera estado esperando la pregunta–. Quizá más adelante.

–¿Cobra mucho?

–Nunca cobro –me dijo regalándome una amplia sonrisa.

Mi madre ya me había dicho que lo hacía gratis. En realidad quería tirarle de la lengua y que me hablara del asunto de la reencarnación. Pero sus respuestas eran siempre evasivas y mis siguientes intentos no prosperaron.

Una vez, mientras le servía el café, me dijo: «No me traigas azúcar, el azúcar es para ocasiones especiales, cuando las cosas del corazón van bien. El café se bebe muy amargo, como las penas». Me sorprendió. Con el tiempo comprendí que Beatrice elegía sus palabras con una finalidad muy concreta.

La principal virtud de aquella mujer consistía en que podía arrancar las tristezas de los corazones. «¿Sabes por qué la gente está triste?», me preguntó en una ocasión por sorpresa. Hasta donde mi imaginación daba de sí, no sabía responder a ese tipo de preguntas. Cuando me las formulaba sembraba en mí el desconcierto. Me invadía la imposibilidad de verbalizar los sentimientos. Quizás aún carecía del suficiente sentido analítico, de la necesaria capacidad de introspección.

Una mañana vino acompañada por dos mujeres, la de mayor edad pagó a Beatrice su consumición y con mucha simpatía me aclaró:

–Hola, soy Carmen, la madre de Beatrice, y esta es su amiga Patricia –me dijo con un profundo acento francés–. Hoy no hay mitades porque ya nos las hemos comido aquí. Cuando se las lleva son para nosotras.

Al principio me costó entenderla. Después comprendí que se refería a las mitades de la ensaimada y del cruasán que le envolvía en papel de aluminio. Su erre afrancesada, que al comienzo de palabra se hacía más evidente, me hizo mucha gracia y sonreí. Parecía una mujer delicada, que no gozara de buena salud, sus gestos eran cuidadosos y se movía muy despacio.

Nunca la había visto, pero en aquel momento tuve la sensación de que ya la conocía. Por precaución, no les dije que mi madre las conocía. No quería que me relacionaran con ella. Por eso cuando se presentaron me limité a sonreír. Admito que los chismes me aburren una barbaridad, pero conocerlas acrecentó todavía más la necesidad de saber qué cosas hacían en su tienda. Al despedirse y salir al exterior, una ráfaga del aire acondicionado hizo volar algunas servilletas de papel. Lo entendí como una señal. En ese momento, el ventanal de la tienda mostraba la plaza de Sarriá bajo un sol deslumbrante. Si hubiera tenido unos prismáticos al alcance de la mano, seguramente las habría visto flotar por la acera de la plaza con un aura magnética difícil de explicar.

A raíz de las charlas informales que manteníamos cada mañana, Beatrice y yo empezamos a conocernos. Menos de la hipnosis, que parecía un tema vedado, hablábamos de muchas cosas. Me contó que había estudiado Literatura y Filosofía en la Sorbona, que había trabajado en Canadá como profesora y que había regresado hacía poco más de un año, obligada por la enfermedad de su madre. Por lo visto tenía familia en Quebec. Me preguntó si me gustaba leer. Al contestarle afirmativamente, quiso saber qué libros había leído. Le contesté que leía cuanto caía en mis manos.

–¿Y por qué lees? –preguntó Beatrice.

–Porque me gusta, me entretiene.

–Acabas de decir que lees todo lo que cae en tus manos. Eso denota avidez. Cuando uno hace las cosas por avidez, no busca entretenerse sino algo más. Te haré la pregunta de nuevo: ¿Por qué lees, Mónica? –dijo Beatrice con aire solemne.

–De acuerdo, tiene razón –le dije como si me hubiera pillado en una mentira imperdonable–. Leo porque me gusta observar el comportamiento humano, analizarlo, sacar conclusiones… Leo porque algún día me gustaría… –dije sin acabar la frase.

–De modo que quieres ser escritora. Lees porque quieres escribir. No debes tener miedo a expresar tus deseos –sentenció ella.

Añadió:

–¿Has escrito algo?

–Sí. Relatos, algunos poemas… Me resulta difícil. He tenido que compaginar la escritura primero con la carrera de Derecho y ahora con este trabajo. Se necesita mucho tiempo para escribir. Además, ni siquiera sé si tengo talento.

–Algún día, Mónica, entenderás que el talento es una decisión. Cuando llegue ese momento nada te detendrá. Ahora estás en crisis. Te preguntas si debes seguir o no con tu marido y quieres encontrar la respuesta inmediatamente. Todo lleva su tiempo, Mónica. No temas concedértelo –dijo, segura de que su interpretación de los hechos era correcta.

¿Cómo sabía que estaba casada? No le había contado nada de mis problemas matrimoniales. Lo último que quería era que se corriera la voz y que llegara a oídos de mi madre. Temía su aluvión de preguntas. En mi fuero interno quería pensar que simplemente me encontraba en un compás de espera, pero no había contado con que Beatrice supiera leerme el pensamiento.

Beatrice se dio cuenta de que al hablarme de mi marido me azaré y me puse colorada. Intuyó que no me gustaba hablar de mi vida y no insistió en ello. Ambas disfrutábamos hablando de literatura y desentrañando los secretos de aquellos personajes que nos gustaban. Pero Beatrice consiguió vencer mi timidez. Ella conocía a los clásicos y me hablaba de su manera de escribir, me contó que Dostoievski era un gran devorador de periódicos. Fue una forma de explicarme lo que el propio autor consideraba como «realismo fantástico». «No tengas miedo de probar fórmulas y técnicas a la hora de escribir. Aunque te equivoques, has de ser valiente. Dostoievski adelantaba al final del capítulo el principio del siguiente. Y unas veces le salía mejor y otras peor».

Beatrice me hablaba muchas veces de su infancia. Yo le contaba mi versión de aquel fragmento de mi vida. Y lo hacía a mi manera. Recuerdo que un día le expliqué que mis primeros años de vida fueron especiales.

–¿Especiales? ¿Por qué crees que fueron especiales? –me preguntó.

A menudo sus preguntas se quedaban suspendidas en el aire, sin que yo encontrara una respuesta fácil, inmediata. Por desgracia, mi infancia no tuvo nada que ver con las historias del Huckleberry Finn que tanto me entusiasmaron de pequeña. En primer lugar, pertenezco al sexo femenino y eso, quieras o no, marca el modo de aventurarse por la vida. En segundo lugar, tiendo a la cobardía. Como no tuve una “casa de la Viuda” de la que escaparme, ni un Tom Sawyer con quien subirme a los árboles porque mis amigas eran de lo más tranquilito, tenía que aventurarme por los únicos lugares que estaban a mi alcance, los de la imaginación. Aun ahora, en la cama, antes de dormir, sueño despierta que viajo a cualquier paraje desconocido.

Recuerdo con cariño a la profesora de Ciencias Naturales del colegio, la señora Clavería. Por lo visto, ya en aquella época, cuando yo debía contar unos diez años, mi capacidad de invención me jugaba malas pasadas. En una ocasión, en clase, me inventé que había encontrado en la playa de Comarruga una piedra rojiza que provenía del planeta Marte.

–Esta piedra es un trozo de meteorito cargado de partículas de buena suerte que me han traído los marcianos en su nave espacial –le dije muy seria y de carrerilla a la profesora.

Toda la clase se echó a reír a mi costa. La profesora, una señora ya mayor, un trozo de pan a quien le divertían mis fantasías, hizo callar a los alumnos y me preguntó con dulzura:

–¿Tú sabes dónde está el planeta Marte?

–Oh, sí –le respondí convencida–. Cuando viajo por el sistema solar, Marte es el cuarto planeta desde el sol y suele recibir el nombre de planeta rojo. Las rocas, suelo y cielo tienen una tonalidad rojiza o rosácea. Recibe su nombre del dios romano de la guerra. Es un planeta fabuloso en donde podremos vivir dentro de unos dos mil años. Mi piedra ha venido desde allí. Yo provengo de esa estrella. Soy polvo de estrellas. Estoy segura.

En mi casa oía contar de forma muy natural historias relativas al espacio. Uno de los mejores amigos de mi padre, Joan Oró, trabajaba en la NASA y nos enviaba folletos de prototipos de naves y fotos de la Luna que fotografiaban los satélites. Se lo expliqué a mi profesora, pero creo que no sirvió de mucho. Debió creer que era otra invención más, porque me respondió, pensativa: «Por supuesto, cariño. Por supuesto».

Me vienen a la memoria las cajas de madera que contenían, perfectamente alineadas en su interior, toda clase de piedras naturales y de insectos disecados, con sus nombres escritos en cursiva. Recuerdo a la señora Clavería con afecto, aunque me regañara porque en lugar de escuchar sus explicaciones me pasara la hora de clase leyendo a Lorca. Me decía: «Mónica, ¡atiende! ¡Siempre estás en las nubes!».

Cuando le conté estas anécdotas a Beatrice, no pude reprimir unas lágrimas de nostalgia. Vivo esos recuerdos como un regalo que me devuelve la mejor época de mi vida.

Beatrice tenía muy buenos recuerdos de su etapa escolar. Tenía mucho sentido del humor, diría que estaba entrenada para ser feliz, porque la suya era una felicidad conseguida a base de mucho esfuerzo. Era de esas personas que alcanzan los objetivos que se han propuesto porque los persiguen tenazmente. De hecho, ponía mucho empeño y se sentía orgullosa de ello. «Lo difícil no es conseguir el propósito sino mantenerse en él y conservarlo», me repetía a menudo.

Su voz era seductora. Puede que fuera por su leve acento francés que a veces la delataba. Mientras bebía a sorbos su café, la miraba desde el mostrador. Me fijaba en su aspecto, en cómo se recogía el pelo en un pequeño moño, en cómo sus ojos lo escudriñaban todo con una intensidad que podía percibir tras sus gafas de miope.

A finales de julio y a modo de despedida, le dije mientras le envolvía la ensaimada y el cruasán: «Es probable que esta semana sea la última que trabaje aquí. Termino la sustitución». Ella se limitó a decir «Vaya…», pero al sostenerle la mirada, intuí lo que estaba pensando: «Lo difícil no es conseguir el propósito sino mantenerse en él y conservarlo». Supongo que quería prepararme. Siempre se adelantaba a los acontecimientos. En aquel instante no sabía si volveríamos a vernos alguna vez.

En realidad, aquel día me sentía muy inquieta porque en la pastelería aún no me habían comunicado si me renovaban el contrato de trabajo. Me imaginaba las palabras de mi padre: «Te lo dije. No sé para qué tengo un negocio y bla, bla, bla». Para colmo de males, carecía de planes para el mes de agosto. Me tocaría aguantar el chaparrón todo el verano. Como los males nunca vienen solos, mi única posibilidad se había esfumado. Una amiga de la infancia con la que había preparado un viaje por si me fallaba el trabajo, me dejó plantada para irse con otro grupo de amigos. Prefirió marcharse sin mí, así que me había quedado sin alternativas. Lo viví como un auténtico drama. Aquella que creía mi amiga me envió una extraña nota con un escueto: «Me voy a Mallorca con unos amigos de la facultad». Al principio pensé que se debía a lo que podemos denominar engaño femenino. Supongo que su natural sentido de la manipulación le indujo a creer que, por el hecho de haberme separado de mi marido estaba otra vez en el mercado y trataría de ligarme al chico que le gustaba. A menudo, las mujeres competimos por los hombres. «Por cada hombre, hay dos mujeres dispuestas a conquistarlo y convertirlo en su marido», me decía mi madre.

En aquella época yo era una mujer muy atractiva, pero no sacaba partido de ello, no me lo llegaba a creer del todo. Nunca he tenido mucha confianza en mí misma. No tenía claro cómo arreglarme y eso me convertía en una persona insegura con mi físico. Me costaba reconocer que tenía éxito entre los chicos, por eso no entendí los celos de mi amiga. Además, Jorge, mi marido, no me había llamado en todas aquellas semanas. Creía que al menos me llamaría para felicitarme el día de mi cumpleaños, pero no lo hizo. Cuando un matrimonio se rompe es como si se finalizara una tarea, pensé al acostarme esa noche. En aquel instante las campanas de la iglesia de Sant Vicençs de Sarriá tañeron con algo de estrépito y me sobresalté.

La mañana de mi último día de trabajo, en la que el sol calentaba con fuerza, la encargada de la pastelería me pidió que extendiera el toldo que daba a la calle. El termómetro de la oficina de Caixa Catalunya en el edificio de enfrente marcaba treinta grados, la intensa luz me cegaba. La plaza estaba vacía. Allí fuera observé que Beatrice me miraba desde el interior de la pastelería. Al entrar, me dijo:

–Voy a darte un consejo, Mónica. Ve con quien tenga bondad. La bondad es acogedora y suave como un osito de peluche. La experiencia por la que estás pasando debe servirte para reflexionar y para que te rodees de aquellas personas que rezuman bondad.

¿Cómo podemos saber si alguien es bueno o malo? En aquel momento no se lo pregunté. Si ahora medito la respuesta, solo creo que la bondad o la maldad nunca son absolutas en los seres humanos. Supongo que las buenas personas consiguen hacer que sus vidas sean valiosas. Pero entonces no me planteé semejantes dilemas. Simplemente estaba casada, me sentía infeliz y estaba mortalmente aburrida.

Desde el comienzo, Beatrice supo entrar en mis emociones como una observadora atenta. Era tan sutil que, sin decírmelo claramente, me daba a entender que con tan solo mirarme sabía si me sentía feliz o triste. Podía interpretar el pulso acelerado de mi corazón. No era una mujer normal. Sin embargo, mi juventud me impedía ver más allá. Simplemente me fascinaban su ropa de colores un tanto inusuales, la peculiar manera de encender los cigarrillos mentolados, los sombreros que se ponía para dominar sus cabellos rizados y su intensa y encantadora mirada de miope. Solía llevar vestidos sencillos, ajustados, sin mangas, con escotes palabra de honor. Tenía las piernas delgadas. Calzaba sandalias sin tacón y, aun así, era más alta que yo. Nuestras conversaciones rebosaban vida. Me hizo amar a los perros y a los gatos a base de contarme anécdotas entrañables.

Mi carácter inquieto me había proporcionado algún que otro problema y si la suerte no hubiera estado de mi lado se habrían convertido en serios disgustos. Cuatro años antes, cuando todavía iba a la Universidad, me comportaba de forma un tanto atolondrada, bebía más de lo aconsejable y coqueteaba con las drogas. Por puro azar, al finalizar mis estudios de Derecho, Jorge se coló en mi vida. Él fue el responsable de que me enderezara un poco. Pero cambiar de hábitos me resultaba dificilísimo y nadar en aquel mundo ordenado que suponía mi vida de casada me alteraba los nervios. No me acostumbraba a mi nueva vida. Andaba en busca de algo que no tenía nombre. Mi carácter impulsivo me obligaba a vivir deprisa. Me sentía como aquellas escritoras malditas, Anne Sexton o Silvia Plath, en un estado de shock permanente. Al casarme había aparcado mi libertad. Y eso presagiaba un mal acabar. Yo era frívola hasta la extenuación. Y claro, lo que mal empieza…

Hasta mis lecturas delataban cierto desorden interior. Iba de Hegel a la revista ¡Hola! como si tal cosa. Si hubiera sido capaz de reconocerlo, habría dado la razón a mi padre. Me sentía dominada por la fuerza imparable de la juventud y aunque, insisto, era de natural algo cobarde, ese desorden me hacía vivir al límite, a un paso del peligro; y la contradicción entre mi carácter y mi conducta alimentaba aún más mi inestabilidad emocional.

Cuando le hablaba de mis cosas, Beatrice se reía abiertamente.

–Con los recuerdos vas llenando armarios –me dijo una mañana mientras se cubría despreocupadamente con su chal indio–. Solo que esos recuerdos no son como la ropa que puedes tirar, los recuerdos pesan más.

–Me gusta la comparación –le contesté, y añadí tratando de parecer ingeniosa–: Ahora que lo dices, creo que sería mejor ir vestida solo con mis recuerdos. Mi presente me queda varias tallas pequeño.

Ahora comprendo lo que entonces no entendía. No veía la luz que desprendían sus ojos. Beatrice poseía aquella clase de locura que solo se da en los sabios, una locura relegada al silencio pero viva en su interior. Nada de lo que me decía era en vano y por mucho que mis respuestas quisieran ser sutiles y yo deseara estar a la altura de sus reflexiones, siempre me quedaba con más dudas que certezas. Sus palabras, medidas al milímetro, quedaban registradas en algún rincón de mi cerebro, a la espera de que llegara el momento oportuno de entenderlas en toda su magnitud.

La mañana en que me despedí, Beatrice me hizo el mejor regalo del mundo: me invitó a conocer su sótano.

–Sé que estás intrigada por la habitación del sótano. Ven esta noche a la hora en que cierro la tienda. Cena con nosotras y te la mostraré.

–Perfecto. Tengo ganas de conocer alguno de tus secretitos, Bea –le respondí en un tono casual, como si estuviéramos hablando de un vestido nuevo que acabara de comprarse. En realidad, estaba conmovida y agradecida. Semejante gesto de confianza por su parte me había desconcertado. Sabía que en aquel sótano se fraguaba algo que me impresionaría y la mezcla de miedo e ilusión me empujaron a quitarle hierro al asunto. Ante mi evidente nerviosismo, Bea me regaló una sonrisa dulce, casi indulgente, que remató con un beso en mi mejilla, un beso que me apaciguó, un beso con el que me decía “tranquila, todo está bien”.

Aquel día cambiaron muchas cosas entre nosotras. Era la primera vez que la tuteaba y creo que nuestra amistad comenzó de verdad en ese mismo instante. Nunca más volví a llamarla Beatrice. Y lo cierto es que esa misma noche descubrí el espacio que en pocos meses cambiaría mi vida, una apacible estancia donde se forjaban mil y un encantamientos. Para mis adentros, empecé a llamarlos «trabajos mágicos».

Beatrice vivía con su amiga Patricia y su madre en el mismo edificio donde había abierto la tienda. Desde que me las presentó en la pastelería, tanto la madre como Patricia me habían caído bien. Aunque solo tuvimos una conversación fugaz, me parecieron interesantes y me había quedado con ganas de volver a verlas.

La casa, que estaba a medio camino entre la Plaza de Sarriá y la plaza Artós, tenía tres pisos de altura. La planta baja hacía las funciones de tienda. Era el lugar donde vendían todos los artículos para animales domésticos que uno pudiera imaginar: gafas de bucear para perros, collares, jaulas, peines, recipientes para comer, golosinas, trajes para la lluvia, cestitas para dormir, pienso, medicinas, collares anti mosquitos, cestas de viaje, correas, pelotas, balanzas… El altillo era un lugar espacioso con un amplio ventanal que daba a la calle, y se usaba como peluquería. Allí había instaladas dos grandes bañeras para lavar a los animales, con sus secadores, cepillos, champús, colonias, tijeras, un aspirador industrial, algunos bozales…

El sótano albergaba una gran sala de estar y se accedía a él por un pasillo estrecho al final de unas escaleras empinadas. Ese espacio que cambiaría mi manera de entender el mundo, y sobre todo mi forma de comprender a Bea, era un círculo perfecto cuyas paredes curvadas estaban recubiertas de libros.

Cuando entré, decenas de velas llameaban en colores distintos proyectando sombras animalescas. Para rematar el ambiente, del techo colgaban cortinajes de satén, y dos sofás muy mullidos y unas butacas orejeras con sus correspondientes reposapiés señoreaban el centro de la estancia. En un rincón, envuelta en sombras, había una pequeña mesa redonda donde imaginé que Bea tendría su bola de cristal protegida por un pañuelo blanco. Lo supuse solamente porque no pude verla. Lo cierto es que no fui capaz de pedirle a Bea que me la enseñara. Aún me sentía insegura, como si Bea y su mundo no estuvieran del todo a mi alcance.

A través de unas cristaleras de puertas corredizas, la sala comunicaba con un enorme jardín trasero que incluía un pequeño huerto, una higuera centenaria y una pequeña cabaña con la cubierta de madera que haría de invernadero o de cuarto de los trastos; no parecía que le dieran mucho uso. Una ventana abierta en un lateral de la cabaña dejaba entrever herramientas de jardinería, algunas macetas de barro vacías, sacos de tierra, y una pala de acero apoyada en una estufa vieja. La sala y el jardín formaban un todo que irradiaba serenidad, paz.

Allí era donde Carmen y Bea se dedicaban a ejercer sus artes de adivinación: leían las líneas de la mano, echaban las cartas del tarot y, según decían algunos vecinos, hablaban con seres del más allá a través de su bola de cristal que, además, tenía poderes curativos para el espíritu. Aquel era el lugar donde practicaban la hipnosis. La tienda, en realidad, parecía solo un espacio añadido a una casa pensada para vivir, a un hogar. La decoración de las habitaciones de arriba, tanto del primer piso como del ático, era también muy cálida: cómodos sillones, muebles coloniales ingleses, paredes forradas de libros, biombos para separar ambientes…

Cenamos alegremente con su amiga Patricia y su madre. Sirvieron una cena fría a base de pan con tomate, jamón y queso, y de postre un helado casero hecho con las fresas silvestres que crecían en un parterre en un extremo del jardín. Durante la cena les conté mis planes para el mes de agosto. Había decidido apuntarme apresuradamente al viaje a Nueva York que habían organizado mis antiguos compañeros de la Universidad.

–¿Qué harás cuando vuelvas de vacaciones? –me preguntó.

–Buscaré trabajo en alguna revista o en un periódico, supongo. Aunque me gustaría dedicarme solo a escribir, la verdad es que no estoy segura de que mi padre lo apruebe. Quiere que trabaje en su negocio, que le ayude con el papeleo. Cree que soy una holgazana. No sé qué hacer. Si te encontraras en mi situación, ¿qué harías?

–Ven, subamos a la azotea –me dijo Bea sin responder a la pregunta.

Allí arriba me invitó a contemplar la luna. Con una cierta ternura, confundí la intención lírica del momento con una manifiesta ausencia de sentido práctico. Pensé que Bea pasaba más tiempo en las nubes que en tierra firme, en esas mismas nubes que ahora oscurecían la luna, y cuya luz difusa solo se intuía levemente justo por encima del horizonte. Reseguí con la mirada las filas de casitas con sus terrazas y luego la calle larga… Al asomarme, sentí que la quería como a una verdadera amiga, que ella ya formaba parte de mí.

–Va a llover. Mira, Keiko olfatea la lluvia. Además, mueve la cola de forma diferente a cuando está contento –dijo y añadió con el semblante serio–: ¿Por qué no intentas arreglar tu matrimonio?

Temí que fuera a regañarme y me puse a la defensiva. Como hacía con mis padres, cambié de tema:

–El calor hace que los grillos canten, su sonido llega desde el jardín de enfrente, ¿los escuchas? No corre ni una brizna de aire. Todo está quieto aquí arriba. ¿Subes mucho a la azotea?

Hizo una mueca de desaprobación y, en voz más baja de lo habitual, me dijo:

–No te escondas de mí. Soy mujer como tú, Mónica, y conozco los desengaños del amor.

Bastó esta sencilla frase para que empezáramos a intercambiar confidencias, como si de repente sus palabras hubieran abierto la cárcel que encerraba en mi corazón el torrente de sentimientos reprimidos. En algún lugar lejano de la ciudad se oía música heavy metal. Aquel sonido monótono, machacón, nos hizo sonreír.

Me agarré a la barandilla con fuerza, miré hacia la calle y empecé a hablar:

–Jorge y yo nos hemos dado un tiempo de reflexión. Quizá si voy a Nueva York logre aclararme las ideas. Al lado de mi marido lo mundano es fácil, tengo al alcance todo lo que se puede conseguir con dinero: vestidos caros, cenas en los mejores restaurantes, fiestas, conciertos, teatro, tenis, esquí. Pero estoy cansada de una vida tan planificada, de mis horas muertas… Sencillamente, me aburro.

–Te tomas la situación a la tremenda –me riñó Bea, afable.

–Debes aprender a distanciarte, a reírte de ti misma. No olvides que medio mundo se ríe de la otra mitad. Si lo consigues, la vida te resultará propicia.

No entendí semejante frivolidad ante un tema que para mí era tan grave. ¿Cómo era posible que se atreviera a juzgarme? Permanecí inmóvil. Interpreté aquello como un sermón. Me sonrojé. Me sentía confusa, sus palabras me habían herido. La sensación solo duró unos segundos, suficientes para que Bea, al ver mi expresión, me dijera:

–¡Espera! Te he molestado. ¡Perdóname!

Pero encajé su crítica.

¿Estaba realmente enamorada de Jorge? ¿Por qué no podía pasar página? Es una tontería exprimir el comportamiento hasta la asfixia. Quizá no haya sentimientos permanentes, puede que simplemente me hubiera cansado de él. Como dice mi padre, el problema se presenta cuando tienes hijos. Y nosotros no teníamos hijos, por lo tanto no había que dramatizar. Lo peor de una separación no es tener la sensación de tristeza y la pena atenazándote el estómago durante meses, es la cara de tonto que se te queda cuando alguien te deja. No quería ahondar en ello porque me sentía culpable de haber dejado a Jorge. Quería pensar en cosas agradables. Estaba en la azotea de Bea, en mi barrio. Caía la noche sobre los tejados y pequeños puntitos de luz emergían de las casas. Un par de gorriones, asustados por el claxon de un coche, volaron enérgicamente sobre nuestras cabezas.

–Unas vacaciones te vendrán muy bien. Ya es tarde, tendremos que despedirnos –me dijo con amabilidad.

Al llegar al rellano extrajo de su bolsillo una cajita dorada que contenía una pequeña piedra rojiza. Abrí los ojos como platos.

–Es para ti. Si algún día te sientes triste, acaríciala, Mónica. Será tu manera de pedir auxilio, significará que necesitas mi ayuda. Es de Marte. No se la des a nadie, mantenla siempre a tu lado porque tiene efectos beneficiosos. Su poder siempre te acompañará. ¡Palabra de maga!

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